Con la presente, estoy cumpliendo cinco años de publicación, prácticamente ininterrumpida, de este espacio que he dado en llamar Columna de Opinión, no sólo porque me tomo la libertad de expresar la mía y remitírsela a personas que, por el hecho de ser mis familiares o de conocerme y hasta dispensarme su amistad, se vieron -y se ven- en la, espero pequeña, obligación de leer la forma escrita del criterio que me merecen cosas que suceden al alcance de mi conocimiento, así como hasta de emitir su propia opinión al respecto, al captar mi deseo de conocer sus opiniones. Reconozco que algunos han desistido de continuar la lectura de mi columna en el tiempo transcurrido: ¡Ojalá que no sea porque los aburrí!
Con motivo de llegar a este primer quinquenio de publicaciones a razón de una vez por semana, en la presente me tomo una libertad que creo estar debiendo a mis progenitores, aunque para mis habituales y gentiles lectores no representen algo más significativo que los propios.
Ellos, Alfonso y Maruja, fueron limeños típicos de la primera mitad del siglo pasado: él, nació en 1906; ella, en 1908. Tuvieron cinco hijos, mis cuatro hermanas y yo, de los que la menor de todos nos dejó hace casi un año. Mi padre, era linotipista del diario El Comercio y mi madre, abnegada ama de casa: en la época en que se casaron, no se estilaba que la esposa se dedicara a otra cosa que a las tareas del hogar; y él, que era de esa clase de jefes de familia que quienes sean de mi generación o cercanos a ella comprenden perfectamente, pero los de “promociones” menores ni se imaginan, no podía aceptar la sola idea de que mi mamá tuviera que trabajar para contribuir al sostenimiento del hogar, a pesar de que entre los dos incrementaron en cinco bocas más el hogar que conformaron en 1935.
Hasta donde creo recordar de lo que mi padre nos contó a sus hijos, él sólo estudió Primaria completa y, posteriormente, unos meses de Contabilidad Mercantil; sin embargo, con su trabajo como linotipista -entonces y no sé si hasta la actualidad, considerado en el Perú como obrero-, con el invalorable apoyo de nuestra madre, fue capaz de lograr que sus cinco hijos nos tituláramos profesionalmente.
Mi papá, era un ejemplo clásico de su época, en el sentido que era, se sentía, “el rey del hogar”, mientras que mi mamá se encargaba de que los cinco hijos de ambos lo consideráramos así. Mientras que ella era la señora típica que se dedicaba a ver por la buena marcha del hogar y el desarrollo de los hijos, él se encargaba de todo lo que tuviera que ver con el sustento del hogar. El, era normalmente serio, en la casa familiar; sin embargo, entre sus amigos y en reuniones sociales, era muy alegre además de que tocaba el piano y cantaba valses criollos de sus tiempos.
Doña Maruja, una madre por demás preocupada de sus hijos y de su hogar, era dueña de un gesto o expresión por demás agradable, que creo haberla visto similar en sólo una o dos señoras más a lo largo de mi vida. Sé positivamente que, para todo hijo, su madre es especial, pero lo que acabo de mencionar lo considero tan cierto como que estoy escribiendo estas líneas: no es que fuera un gesto que la hiciera más linda -soy un convencido de que mi mamá llenaba los cánones de belleza femenina más exigentes, sobresaliendo nítidamente entre el promedio-; era una expresión mezcla de ternura, bienvenida, de persona buena en una palabra.
Don Alfonso, en cambio, no tenía un gesto hosco, pero no invitaba a un trato fácil; sin embargo, era tan querido por sus amigos que, cuando a mi vez tuve un hijo varón -el primero de los dos que tenemos con mi esposa, en segundo término nació una mujercita-, quise que se llamara también Alfonso, no como su padre, sino en honor a su abuelo, porque pensé que siempre debía haber un Alfonso Abad sobre la Tierra.
¿Lo que más recuerdo de mi padre? El respeto que imponía; su amplia cultura, a pesar de no haber recibido una instrucción muy amplia -en su época, tener Instrucción Primaria completa era muchas veces suficiente para salir a ganarse la vida, como lo fue en la mía con Instrucción Secundaria completa-, lo que le permitía alternar con personas de todo nivel; su afán de no quedarse nunca rezagado ni ser sometido por alguien o algo; su empeño por hacer de sus hijos no sólo personas de bien, sino que además pudiéramos valernos por nosotros mismos; su responsabilidad paternal, al echarse encima tareas hogareñas normalmente asumidas por nuestra madre, cuando ella acudió al llamado del Señor; su alegría de vivir, porque era un hombre lleno de vida y le gustaba vivirla.
¿Lo que más recuerdo de mi madre? El gran amor y abnegación que brindaba a su esposo y a sus cinco hijos, a cada uno y al conjunto familiar; su dedicación a cada uno de nosotros tan única, que parecía casi como que los demás no existían cuando nos prodigaba su cariño y, a pesar de que sus cinco hijos sabíamos o considerábamos que para ella mi papá era primero que nosotros; su forma de hacer suya la causa de cada uno de sus hijos, sufriendo con ellos si ese era el trance, hasta llegar a la solución; su ternura al tratarnos y, en su relación con los demás en general, tan natural en ella; su “chispa”, porque la tenía y nos hacía reír en el momento menos pensado; la preocupación que nos causaba su salud, porque desde que nació la menor de los cinco hijos, sufrió un ataque de eclampsia, que la convirtió en hipertensa, para luego sumársele la diabetes; su enorme cariño a nuestro padre, rayano en la veneración.
Imagino que, por el citado ataque de eclampsia que sufrió mi mamá al nacer la última de mis hermanas, con lo que su organismo quedó debilitado para todo el futuro de su vida, la diabetes y la hipertensión paralelamente fueron haciendo estragos cada vez más nocivos en su organismo, lo que la llevó a la tumba a pocos días de cumplir 61 años de edad, en 1969. Mi papá nunca la reemplazó como pareja o esposa y falleció con 90 años cumplidos, en 1996. Se da en estos días una circunstancia en la que recién he reparado: ella ha cumplido ya este mes de mayo 54 años de fallecida; y él, cumplirá el mes de junio próximo 27 de ir a su encuentro, exactamente la mitad de los años transcurridos desde que ella nos dejó.
Me permito contar una anécdota, muy especial para mí, de los últimos días de mi papá. El fue siempre una persona muy fuerte y saludable, al extremo que no sufría más enfermedades que resfríos o gripe de vez en cuando; pero, sucedió en una oportunidad en 1992, que no se curaba de un aparente proceso gripal, lo que empezó a preocuparnos; después de transcurrido un tiempo más que suficiente para concluir que no se trataba de lo que suponíamos, se le hizo ver por un médico quien, luego de los exámenes a que hubo lugar, diagnosticó una enfermedad mortal, fibrosis pulmonar, la que tenía una duración máxima de 4 años para acabar con la vida del enfermo. Duró, efectivamente, algo más de los 4 años pronosticados y el sufrimiento al que esa enfermedad lo sometió, fue aumentando gradualmente, hasta que terminó con su vida.
Yo tenía el hábito de ir con mi esposa y nuestros dos menores hijos a visitarlo todos los domingos por la tarde y me pasaba casi todo el lapso de la visita en el dormitorio de mi papá, conversando con él. En la oportunidad que traigo a colación, en algún momento como dirían algunos “se me prendió el foquito”, yo digo que Dios me inspiró, porque le dije: “Papá, tú y yo, sabemos que ya falta poco; cuando te vayas, quiero que sepas que te queremos mucho, porque has sido un buen esposo y un buen padre”.
Me emocioné y terminadas estas palabras, que él escuchó con mucha atención, salí apurado al baño para no ser visto. Una de mis hermanas tenía el hábito de observarlo por la rendija de la puerta entreabierta de su cuarto y, posteriormente, me preguntó qué le había dicho a nuestro padre, que había apreciado en él una expresión de paz en su rostro, que en mucho tiempo no percibía. Creo que Dios me inspiró, porque supongo que a mi papá, como sería en su caso a todo padre que en su lecho de muerte uno de sus hijos le expresara semejante reconocimiento, debe haberle sido poco más o menos como sentir que ya podía morir en paz. ¡Ojalá haya sido así para él!
Gracias, por dispensarme parte de vuestro tiempo, para leer estas líneas.
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