Para quienes pasamos las cinco décadas, de un buen tiempo a esta parte nos resulta absolutamente notorio y mortificante, cómo la juventud ha cambiado tan significativamente, para empeorar. Cuando nosotros éramos jóvenes, se cumplían una serie de conceptos que, no por ser tácitos, eran menos vigentes: ceder el asiento a las damas, sobre todo a las mayores o con hijos pequeños y aún gestantes (muchas veces se hacen los dormidos, aunque de esto no sólo se puede acusar a los jóvenes, sino también a los de edad mediana); ceder el paso en las veredas a las personas mayores con las que hubiéramos de cruzarnos; cuidar nuestro lenguaje, especialmente si había personas adultas en nuestras inmediaciones; ayudar a personas impedidas físicas (especialmente ciegas) en su discurrir por la vía pública; y, un largo etcétera que actualmente y desde ya hace demasiado tiempo no se cumplen.
Se me ocurre que tal vez el inicio de este comportamiento, a mi modo de ver malo y desagradable, se dio cuando las aulas escolares empezaron a albergar, simultáneamente, a alumnos de ambos sexos. ¿Por qué llego a esta conclusión?, porque a todos nos es dado ser testigos del lenguaje soez que utilizan no sólo los varones jóvenes, sino también las muchachas, muchas veces universitarias que viajan entre personas adultas en vehículos de servicio público. Me ha tocado increpar a algún grupo de jóvenes de sexo femenino por su estilo vulgar y grosero de comunicarse entre ellas en alta voz, haciéndoles ver que, entre otras razones, por respeto también a ellas no pronuncio las palabras altisonantes que les escucho, así como exigirles compostura; naturalmente, no ha faltado alguna que ha sido, tan mal educada, que ha alzado su voz como para hacerme callar, pero felizmente sus propias amigas la han hecho guardar silencio.
Demás está decir que, para muchos, actitudes de esta naturaleza son transparentes, que no consideran importante corregir comportamientos así, que saldrían perdiendo (“haciendo hígado” por gusto o a cambio de actitudes que les faltaran el respeto por hacerlo). Esto, se debe a la falta de solidaridad de que adolecemos los peruanos o, por lo menos, de quienes vivimos en Lima; no es usual en nuestro medio que la falta de educación, valores o modales, sean motivo de crítica tangible de nuestros ciudadanos.
Y, sin embargo, deberíamos detenernos a reflexionar por qué nuestra sociedad está cada vez peor, que paulatinamente vamos dejando de lado los valores sociales y que, por tal causa, los resultados de encuestas de diversos tipos que se aplican al Perú, en comparación con otros países, cada vez nos dejan peor parados. ¿A dónde nos están llevando estos cambios negativos?, a que cada vez más carezcamos de valores, a que nos volvamos indolentes e insociables; a que poco a poco dejemos de reconocer nuestras propias bondades y dejemos de ponerlas en práctica, porque a nadie le importarán, a nosotros mismos, tampoco.
Volviendo a la juventud, creo que podemos suponer que el mal es aún reparable, dados sus pocos años y lo que les falta vivir por delante, los más de ellos formando nuevas familias, con lo que forzosamente habrán de pensar en el futuro de los hijos que procreen. No queda duda de que, por el camino que van, difícilmente podrán encaminar bien a aquellos nuevos seres que traerán al mundo, por mucho que se les despierte un sentimiento de protección propio de su nueva identidad paterna o materna.
Respecto a corregir comportamientos equivocados, sólo considero la posibilidad de dos alternativas: para los jóvenes de hoy, que el devenir de sus vidas los vaya haciendo rectificar de a pocos, lo que es muy aleatorio y depende de las circunstancias del entorno de cada quien. Considero necesario enmendar por anticipación, incluyendo en las distintas etapas de la educación que se les imparte en las escuelas y colegios a los que asistan, cursos “machacones” de cultura social, de valores y, en fin, de comportamiento.
Esto último depende, en mucho, de quienes tienen a su cargo la Educación en el Perú.
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