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Foto del escritorAlfonso Abad Porras

EMPATIA CIUDADANA

Si bien en el Perú estamos asistiendo a una serie de eventos negativos, en los que la falta de seguridad ciudadana, los avatares políticos y la difícil situación económica disputan la primacía entre los mismos, no se puede dejar de lado a los que nos afectan en el día a día, en los que normalmente no pensamos pero, cuando ocurren en nuestro perjuicio, nos malogran el momento que estemos viviendo y, hasta pueden hacerlo con el resto de nuestra jornada.


En esta oportunidad, me refiero a la falta de empatía entre las personas que se cruzan por la calle, concurren a algún establecimiento o coinciden con otras personas en cualquier parte, en su devenir por la ciudad -mientras esta última, la ciudad, sea más moderna o adelantada, sucede con mayor frecuencia-; en su ir y venir por Lima, especialmente.


Constantemente, nos encontramos con gente que no tiene el menor respeto por los demás, que no sabe o ignora a sabiendas aquello de que “los derechos de cada uno terminan donde comienzan los de los demás”. Si bien el tema me lo sugirió un compañero de promoción de la universidad, paralelamente me ocurrió algo muy similar a lo que él me comentó: salía de un supermercado e iba caminando por la vereda, con mi carrito porta paquetes, cuando vi que me acercaba a dos personas que se habían detenido a conversar, seguramente porque se acababan de encontrar, y lo hacían en la misma vereda por la que yo transitaba. Lo malo de que hicieran esto ambos varones, lo que ni es inusual en las mujeres ni patrimonio exclusivo del sexo masculino, es que uno de ellos había llevado consigo el carrito porta paquetes del establecimiento donde había hecho sus compras, bastante más voluminoso que el mío, por ejemplo, teniéndolo a su lado de modo que atravesaba la vereda y, con ellos dos conversando, no se podía caminar en uno u otro sentido. No pude menos que, al llegar hasta ellos, espetar un sonoro pedido de permiso que no sólo los obligó a prestarme atención, sino también a mover el dichoso carrito y hasta a moverse ellos mismos, para que yo pudiera transitar sin bajarme de la vereda, como había visto hacer a otros que llegaron a su punto de encuentro antes que yo.


Lo anterior, no es sino un pequeñísimo ejemplo de la falta de empatía o de buenos modales, como se decía antes, de la gente citadina. Como con toda seguridad a cualquier persona que lea estas líneas le debe constar, hay muchos ejemplos a los que no voy a poderme referir en esta publicación, pero me vienen a la mente algunos, de los más comunes que me han sucedido a mí: en los supermercados, es una constante que en, muchos momentos del día, todas las cajas tengan “colas” más o menos numerosas; no faltan los clientes, más mujeres que hombres en este caso, que demoran demasiado en hacer sus pagos, sin importarles las demás personas, los que esperan su turno; en esos casos, la o el cajero, aparentemente no sabe cómo apurar al cliente o tampoco le importa que el resto del público siga esperando.


Otro caso que se aprecia con demasiada frecuencia en los vehículos de servicio público, es el de jóvenes, mayormente varones en este caso y muchas veces sentados en asientos reservados para personas que requieren y merecen trato preferencial -señoras gestantes, personas con discapacidad, adultos mayores- son incapaces de pararse y ceder el asiento que ocupan, haciéndose los dormidos las más de las veces, aunque también acudiendo a los malos modales si son increpados, en muchos casos.


Otra forma de empatía que brilla por su ausencia muy a menudo, es saber escuchar: normalmente todos queremos que, al expresarnos, la o las personas que deben constituir nuestro auditorio nos presten atención; sin embargo, muchas veces esto no sucede, porque quienes deben escuchar al que hace uso de la palabra, generalmente lo oyen atentamente al comienzo de lo que dice, pero al darse cuenta de que no guarda relación con su criterio o interés, se desentienden y esperan a que termine, pero ocupando su mente en cualquier cosa menos en lo que se habla. Asociado con este hay otro ejemplo de falta de empatía: no dejar hablar a los demás; en este caso, no necesariamente se trata de que no se escucha al interlocutor o interlocutores, sino que quien habla no permite a los demás expresar sus puntos de vista, porque sólo quiere oírse a sí mismo y/o porque no le interesa lo que los demás tengan que decir.


También califico como falta de empatía el hecho de, por no estar de acuerdo con alguna disposición formal o impuesta por la costumbre, tratar de imponer el propio criterio, sin tomar en cuenta, para nada, que todos los demás cumplen con la citada norma, probablemente porque consideran que su aplicación es pertinente. A este respecto, me viene a la mente lo que está haciendo o pretende hacer el actual Ministro de Educación, Carlos Gallardo Gómez, quien está en desacuerdo con el ascenso por méritos del cuerpo docente del Estado; con su actitud, demuestra que no le importa que el establecimiento de pruebas de evaluación a los docentes para alcanzar cada categoría en su especialidad haya sido producto de estudios y discusiones que en su momento no fueron fáciles, así como tampoco que el alumnado en general reciba o no buena enseñanza, que hayamos ocupado el último lugar y mantenernos entre los últimos en las evaluaciones PISA de los años en que hemos participado en dicha competencia -desde el año 2000, en el que quedamos en el puesto 41 de 41 países-. Si nos atenemos a su especial criterio, tampoco se debería evaluar a los escolares o estudiantes en general, para aprobar las asignaturas que deban cursar en cada año lectivo.


No se puede negar que al Perú le falta mejorar en una serie de aspectos -por algo constituimos un país subdesarrollado- pero tampoco debemos dormirnos en esos “laureles”: no debemos esperar a que el Estado lo haga todo, en este caso, que dicte normas de conducta que, no lo va a hacer y, si lo hiciera, no las practicaríamos. A mi modo de ver, la única forma de conseguirlo, es mediante la educación a temprana edad, tanto en la familia, como en el colegio: ambos estamentos deben esforzarse por inculcar buenos modales, empatía ciudadana en los niños; cuando ellos sean grandes, adultos, serán agentes transmisores naturales de los buenos hábitos que se les inculcaron.


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