Hacen muchos años, en 1972 para ser exacto, cuatro amigos nos fuimos de viaje con destino a Oxapampa, en el primer auto que tuve en propiedad y del cual solo había pagado al momento de iniciar el viaje la cuota inicial y la primera de veinticuatro cuotas para cancelarlo. Por esos azares del destino, tuvimos un accidente, una volcadura a un precipicio de 40 o 45 metros en zona inclinada, creo yo, con lo que salimos algunos más magullados que otros.
En ese entonces (sinceramente, no sé si subsiste), había el compromiso tácito de hacer frente, entre todos los que formábamos el equipo viajero, de cualquier gasto que implicara daño monetario para quien lo sufriera, en forma común y solidaria. Entre todos nos dimos a la tarea de encontrar la forma de reponer el auto, que quedó inservible. Alguien me sugirió, como solución, que yo dejara de pagar las cuotas que tenía pendientes, aduciendo que no podía afrontar la deuda contraída, mientras que, entre los cuatro viajeros comprábamos otro auto igual, al contado, a nombre de una de mis hermanas; de esa forma, yo quedaría siempre con un automóvil nuevo en mi poder sin tener que completar el pago de las cuotas pendientes de este carro y, lo único de malo sería que mi palabra perdería su valor para quien me lo había vendido. A esta sugerencia, solo tuve una respuesta: “te agradezco mucho la sugerencia, pero no puedo permitir que mi palabra sea puesta en tela de juicio, porque yo soy mi palabra”.
De un tiempo no demasiado corto a esta parte, somos testigos de cuánto se ha devaluado la palabra, especialmente entre los políticos, cuya condición de hombres públicos da motivo para que la opinión pública esté constantemente pendiente de ellos. Con motivo del caso Lava Jato, que tanto daño ha hecho a nuestro país entre otros, nos hemos visto obligados a aceptar cómo se ha comprado la honra de muchas de nuestras recientes autoridades de los más altos niveles, con el consiguiente desprestigio personal y la pérdida total del valor de su palabra, en cada caso. Volviendo a la experiencia personal que me he permitido narrar, soy consciente de que las actuales generaciones no forman a sus hijos de la misma manera que mis amigos y yo fuimos formados; pero, las autoridades a las que me refiero, son personas que, en algunos casos, me superan la edad o están bastante cerca de la que hoy tengo y que, por consiguiente, recibieron una formación similar a la mía.
Se presenta, entonces, una segunda explicación: “cada ser humano tiene su precio”. Supongo que debe ser cierta, porque ni mis amigos, ni yo, fuimos parte de hogares aislados o diferentes a los demás, de modo que no es que los cambios generacionales hayan trastocado o disminuido la importancia de los valores, en este caso el de la palabra.
Al llegar a esta conclusión, podemos dejarnos ganar por el fatalismo de que, cualquiera sea la persona que por voto popular o por la forma de selección que se aplique en cada caso ocupe una posición de privilegio o influyente en cuanto a toma de decisiones, siempre habrá quien la pueda comprar y hacerla delinquir. Realmente, resulta frustrante tener que ver las cosas así, pero la misma frustración nos debe conducir a buscar (y encontrar) una forma de contrarrestar e impedir que sigan ocurriendo actos que nos obliguen a ser testigos de cómo dichas autoridades, generalmente políticos, niegan hasta la saciedad la comisión de un delito de corrupción, para terminar luego puestos en evidencia o reconociendo públicamente lo que antes y por espacio de mucho tiempo negaron (como ha sucedido con el reciente caso de la ex alcaldesa de Lima). Lo que todos queremos, es poder confiar en nuestros políticos y autoridades, que baste con su palabra, para saber que lo que afirman es así: queremos que se acabe, por fin, la podredumbre que a todos nos asquea.
El actual Gobierno tomó, desde su inicio, la bandera de la lucha contra la corrupción; si bien ese slogan le rindió amplios dividendos en las encuestas de opinión, hasta hoy, que ya lleva más de un año en ejercicio, no se pone en evidencia que le haya rendido frutos significativos que exhibir. Soy fiel creyente que la pugna por el poder iniciada entre Legislativo y Ejecutivo, tan pronto se instaló el actual Congreso, con amplia mayoría de oposición al Ejecutivo, no puede ni debe impedir que esa lucha contra la corrupción se lleve a cabo: si el Congreso no quiere convertir en leyes los proyectos que se le han enviado para estos fines, pueden ir manejando las cosas vía Decretos Supremos; después, se rendirá cuentas al Congreso y, la opinión pública apoyará en tal medida al Ejecutivo, si acciones como la propuesta dan resultado, que el Legislativo no podrá desautorizar al Gobierno.
Es, mi modesta opinión.
Importante sugerencia la que recomiendas Alfonso. ojalá pueda el Ejecutivo aprobar los proyectos trabajados por la Comisión Especial mediante Decretos Supremos. Sin embargo, esta tarde la Comisión de Constitución, archivó uno de los Proyectos de reforma política, el referente a la inmunidad parlamentaria. Los peruanos comunes y corrientes deberíamos exigir que esos proyectos tengan la votación del Pleno del Congreso. Es difícil admitir que el actual Congreso jamás nos representó, qué sigue obstruyendo la labor del Ejecutivo, que no están dispuestos los Congresistas a hacer su trabajo y mejorar calidad de vida para todos los peruanos.