A mis amables lectores: A continuación presento a ustedes, a manera de entretenimiento, un cuento con el que participé hacen muchos años -posiblemente hacia finales de la década de los ochenta del siglo pasado- en el concurso que, con el nombre del título de esta Columna de Opinión, convocaba en aquella época la revista Caretas (no creo que lo siga convocando actualmente, pero a ciencia cierta no lo sé). No obtuve ningún premio, pero me gustó mucho la experiencia que vivimos mi esposa y yo en un evento social al que fuimos invitados.
Me parece que la situación en nuestro país es demasiado deplorable, lo que me motiva a no referirme a ningún tema de actualidad, porque creo que el que debería tocar está tan “manoseado”, que prefiero abstenerme de hacerlo.
UN HECHO INESPERADO
Gracias a una gentil invitación, asistimos, mi esposa y yo, al matrimonio de Willy en la iglesia de la Virgen Milagrosa, en el Parque Central de Miraflores. Willy es un ingeniero, excompañero de trabajo, que un buen día enrumbó a Venezuela, en busca de nuevos horizontes. Habiéndole ido bastante bien, nada de extraño tuvo que viniera a casarse especialmente a Lima y que lo hiciera con la pompa y derroche que ya no está al alcance de los peruanos de clase media que no seguimos sus pasos. No nos llamó, entonces, la atención el hecho que la novia llegara a la iglesia en un moderno Mercedes Benz blanco, manejado por un chofer pulcramente uniformado -guantes blancos incluidos-; que la celebración fuera a efectuarse a toda orquesta en el Centro de Esparcimiento del Jockey Club del Perú, con invitaciones personales por tarjeta y celosos porteros, asimismo uniformados.
Sin embargo, con una curiosidad muy femenina, mi señora quiso que nos ubicáramos lo más adelante posible dentro del templo, para poder seguir de cerca la ceremonia que, dicho sea de paso, contaba con dos parejas de padrinos -los padres de ambos contrayentes-, dama y paje de reglamento. Nos fuimos, pues, hasta la segunda banca de la nave lateral izquierda, desde donde estábamos muy próximos a los acontecimientos y, a la vez, no entorpecíamos la ubicación de los familiares.
Con una iglesia llena “de bote en bote”, el evento se inició con la clásica marcha nupcial al ingreso de la novia, siguiendo un desarrollo normal no exento de lágrimas y suspiros propios de la ocasión. Hasta aquí, nada amerita una mención especial, excepto para quienes vivían directamente el episodio. Hubo, empero, un acontecimiento desusado que muy pocos de los presentes pudimos apreciar, entre ellos mi esposa y yo.
Se había ya celebrado la boda y continuaba la misa -no puedo recordar en qué momento de ella estábamos- cuando, por el pasillo lateral, vimos llegar hasta nosotros y ponerse a orar en la banca delantera, del lado en que nos encontrábamos, a un niño de aproximadamente diez a doce años, muy pobremente vestido y con un ramillete de cuatro o cinco rosas que me parecieron un tanto ajadas. El chico tenía el aspecto típico de “cuidador de autos” o limosnero con quienes nos solemos topar en circunstancias así, pero no en el interior de una iglesia -menos aún en la principal de Miraflores-. Este hecho, más el de las flores en la mano, me hicieron imaginar de inmediato que se trataba de un pequeño trastornado o de un pilluelo muy avispado, que había logrado filtrarse en el templo con el único afán de importunar a la concurrencia con la clásica pedigüeña.
Creo que todos los que estábamos cerca nos olvidamos momentáneamente del interés que nos había llevado hasta allí, para dedicarnos a observar al chiquillo, supongo que algunos por simple curiosidad y, los más, con prevención similar a la mía, máxime si por momentos se le notaba vivamente atraído por los fastos que apreciaba. De pronto, se paró y, arrodillándose ante un altar de Cristo en la Cruz, directamente delante de nuestra hilera de bancas, se dedicó a sus oraciones, sin importarle o darse por enterado de lo que sucedía a su alrededor.
Yo seguía con la idea de que algo indebido estaba por hacer, en especial cuando lo vi pararse y acercarse al altar ante el que se había puesto de hinojos: en ese momento, algo que no alcanzo a definir, me hizo dejar de pensar mal del mocoso; se me ocurrió que simplemente quería persignarse tocando los pies de la imagen, porque noté que se empinaba y no alcanzaba. No consiguiendo su propósito, volteó sin inmutarse en busca de ayuda, lo supe después: pensé -en mi fuero interno de adulto- que quería ver si era observado y, creyendo que, de confirmarlo, iba a interrumpir su impulso, opté por disimular mi atención a sus actos, girando levemente la cabeza, a mi vez. De pronto vi a un señor, muy cercano a él, que cogía de sus manos las pobres rosas y las depositaba a los pies del Redentor.
Casi no puedo describir lo que experimenté; sólo que hube de hacer un esfuerzo muy grande para contener las lágrimas que me brotaron desde muy hondo, al contemplar cómo llega el Amor de Nuestro Señor Jesucristo hasta cualquier ser humano; cómo, una inocente criatura que probablemente sufría hambre y falta de calor de un hogar bien establecido, puede dedicar así lo mejor de sí mismo: ¡cómo ha llegado Dios hasta él y, cómo le corresponde!
Regresó el niñito a su asiento y, poco después, el sacerdote nos mandó darnos fraternalmente la Paz. Reconocí, entonces, no haber sido el único impactado por su actitud, al ver que un señor a su lado -con toda seguridad invitado, como mi esposa y yo, por su indumentaria- le daba el abrazo acostumbrado. Vino luego la Comunión y sentí un impulso enorme de pedirle al oficiante que se la brindara también al chiquilín: creo que nadie, como él, estaba más cerca de Dios en ese momento, porque su alma era de una pureza evidente e insuperable. No me atreví.
El niñito se fue silenciosamente, como había sido su llegada, sin esperar la bendición final de la misa y, por supuesto, sin molestar a ninguno de los concurrentes. Había cumplido su propósito de ofrendar unas sencillas flores al Hacedor y, con ellas -por lo menos así lo entiendo yo-, la pureza de su alma, no mancillada aún por los malos sentimientos ni la corrupción; ni siquiera, por el “respeto humano”, aquel que nos hace muchas veces evitar demostraciones de amor o temor de Dios, porque los demás nos pueden observar.
Creo que la bendición que no recibió, tampoco la necesitaba, porque debía ser un bendito de Dios, y le agradezco haberme hecho testigo de un momento casi maravilloso. Pido al Señor que me permita inculcar en mis hijos un amor así de puro hacia Él.
Agradezco, nuevamente, su opinión, raccon8. Le confieso que más o menos lo mismo que usted reconoce haber pensado, es lo que pasó en aquella oportunidad por mi mente y, que verdaderamente hubiera querido pedir al sacerdote que le diera la comunión al chiquillo: estoy seguro que, en ese momento, su alma era más pura que la de cualquiera de los asistentes a aquella misa que fueran a comulgar, a pesar de haberse confesado y cumplido con la penitencia dispuesta por el confesor.
Conmovedora su historia, estimado amigo. La lectura , me preparó para otro nivel, menos espiritual Pensé que el niño, llegaba a esta ceremonia con la finalidad de interrumpirla, por algún hecho dramático que involucraba a los contrayentes. Ya sea, hablando en voz alta una protesta o alguna expresión que hubiera desatado una conmoción, una sorpresa, en fín. la imaginación es muy viva y marcha acelerada con los acontecimientos. Lo que comenta al final, es una enseñanza que dejó en Ud. el proceder del niño. Cuánta candor podemos todavía rescatar en las criaturas, que inocente o ingenuamente, miran y sienten con una espiritualidad que solo se ve en los adultos con experiencia. Cómo quisiéramos que nuestros menores actuaran así casi siempre.