Una de las circunstancias que actualmente vive la Humanidad, la guerra -si así se puede llamar a ese abuso tipo David y Goliat- entre Ucrania y Rusia, me ha hecho recordar de manera muy vívida, un breve pero significativo pasaje de mi estancia en Japón, cuando fui mediante una beca integral de estudios a ese lejano país, entre julio y octubre de 1974.
Cuando ya habíamos concluido la parte lectiva del programa, hicimos un viaje por algunas ciudades del país asiático, una de las cuales fue Hiroshima. Sí, una de las dos ciudades niponas sobre las que Estados Unidos descargó bombas atómicas en 1945 para terminar la Segunda Guerra Mundial. Y vaya que lo logró.
Como en toda excursión grupal, los becarios de diferentes países tercer mundistas que habíamos recibido el curso de Ingeniería de Planta Externa Telefónica dictado por la Nippon Telegraph and Telephone, íbamos alegres de haber terminado la parte de estudio propiamente dicha, para hacer turismo, aunque en la ocasión íbamos a conocer el Parque Conmemorativo de la Paz de Hiroshima -monumento erigido donde estalló la primera bomba atómica arrojada sobre una población civil en la historia- creado en 1954 para homenajear a las víctimas de la bomba atómica y fomentar la paz mundial. Es un homenaje a las víctimas de la tragedia y la conmemora por todos sus rincones, que recuerdan a la humanidad los estragos provocados por la bomba atómica y claman por la imperiosa necesidad de que las armas nucleares no sean utilizadas nunca más.
Los excursionistas íbamos en pequeños grupos de tres o cuatro becarios, según nuestras afinidades, intercambiando conocimientos y referencias de nuestros países de origen, así como comentando sobre nuestras vivencias aisladas o conjuntas durante el período de la beca. Todo era grato, hasta que llegamos al museo constituido por el mencionado monumento.
El Parque que estábamos visitando, estaba constituido por varias galerías que exhibían diferentes fotografías y restos de objetos de la época y momento de la explosión de la bomba, a las que lo más adecuado era visitar según el orden que se nos transmitía vía cassettes grabados en nuestro propio idioma, que iban guiando nuestros pasos. Durante la visita, se podían ver muchas, muchísimas fotos de cómo era Hiroshima antes y cómo quedó después; también, una réplica en tamaño real de la bomba. Asimismo, maquetas de la ciudad antes y después de la explosión, que hablan por sí mismas, ya que tras la explosión sólo quedaron en pie unas pocas estructuras.
También había expuestos objetos reales que pertenecieron a personas que murieron tras la explosión de la bomba, con explicaciones muy duras de los síntomas que tuvieron a los pocos días de la explosión. Ver relojes parados para siempre a las 8:15, hora de la explosión, y pensar que para tanta gente el mundo y la vida se acabaron a esa hora en 1945 deja, sin duda, abrumado. Otro monumento que encontramos en el Parque Conmemorativo de la Paz en Hiroshima es el Cenotafio Conmemorativo, que recuerda a las 200 000 víctimas de la bomba atómica.
Fue algo inenarrable, todos y cada uno de los que conformábamos el grupo de becarios, más los turistas visitantes que estaban de visita por propia iniciativa, recorríamos el recinto en absoluto silencio, sobrecogidos por la magnitud de lo que veíamos e imaginábamos. Era, sentirnos parte de los habitantes de la ciudad en el momento de la deflagración, a 150 metros de altura sobre el Centro de Exhibiciones Comerciales de la Prefectura de Hiroshima, edificio que funcionaba originalmente en esa ubicación y se convirtió en la única estructura tan cercana que permaneció en pie, pese a los grandes destrozos, ante semejante ataque.
Una vez que terminó nuestro recorrido y emprendimos el regreso, ya no éramos un gran grupo o varios pequeños; éramos un conjunto de personas que caminaban cercanas las unas a las otras, pero que no se comunicaban entre sí. Nos había impactado sobremanera la visión de lo que habíamos presenciado. Yo quedé con la convicción de que todos los seres humanos deberían poder ser testigos de lo que había visto, para que no vuelva a producirse una guerra nuclear sobre la faz de la Tierra -supongo que mis acompañantes de aquella ocasión deben haber llegado al mismo criterio-.
Esta narración, que no puede ser todo lo gráfica que sería mi deseo, es para pedir que no se concrete la amenaza que hoy pende sobre las cabezas del mundo en general, incluyendo las demás especies animales y vegetales que cohabitan con nosotros, los humanos, en este planeta Tierra, con el que fuimos obsequiados para vivir, no para destruir.
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