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Foto del escritorAlfonso Abad Porras

CAIDA A UN BARRANCO

Entrábamos al último trimestre de hace una buena cantidad de años, cuando un grupo de cuatro amigos del que formaba parte, decidió hacer un viaje de paseo hacia Oxapampa, aprovechando que se avecinaba un fin de semana largo, que incluía el viernes o lunes 8 de octubre próximo (no recuerdo con precisión), feriado nacional que recuerda el Combate de Angamos y la gesta de Miguel Grau, su tripulación y el monitor Huáscar, contra la armada chilena.


Los cuatro, éramos ingenieros relativamente jóvenes de la antigua Compañía Peruana de Teléfonos S.A., todos solteros y todos con auto propio. Como el más reciente en ser adquirido era el mío, apenas en la segunda quincena del mes de agosto recién transcurrido, los demás me sugirieron ir en el mío, Volkswagen, para “asentarlo”, a lo que no tuve inconveniente, presumiendo que sería un viaje normal.


Cuando anuncié a mi familia el proyecto que teníamos, mi padre me dio su opinión respecto a que no le parecía bien que yo pusiera mi recién estrenado vehículo a disposición del viaje pactado. Según una de mis hermanas, quien hace poco trataba de hacerme recordar el hecho -lo que no consiguió, pero le doy crédito-, respondí con cierta altanería, propia de mi juventud de entonces, a mi progenitor, que la decisión ya estaba tomada y, que yo no la iba a cambiar.


El primero de los tres días que constituían el feriado largo, emprendimos los cuatro, en el dichoso “escarabajo”, el viaje programado. Este, es el momento en que debo anotar algo, creo yo importante, que sucedió entre nosotros: me sugirieron, de la mejor forma que encontraron, que no manejara yo, porque no tenía experiencia como piloto para viajes en carretera -imagino que poco les faltó para decirme que, aún para circular en pistas citadinas, también me faltaba experiencia-. Como es natural, al menos desde mi personal punto de vista, me opuse terminantemente, con el argumento de que la única forma de adquirir esa “experiencia” de que me hablaban, era manejando con los tres a mi lado, de manera similar a lo que seguramente debería haber sucedido con cada uno de ellos; no les quedó más remedio que aceptar mi posición, so pena de tener que cambiar mi vehículo por el de uno de ellos para viajar.


Fui, pues, manejando por toda la Carretera Central, sin percance de ninguna clase, con lo que me gradué de chofer de carretera, por lo menos ante los ojos de mis amigos. Pasamos Ticlio -el lugar más alto del mundo para pasar por carretera- según creo- y llegamos a Tarma, ciudad en la que decidimos almorzar, de acuerdo a la hora del día en que arribamos.


Tres de los cuatro, Roberto, Pepe y yo -espero disculpen que cambie los nombres, de mis amigos y compañeros de viaje-, almorzamos de lo más bien; el cuarto, Jimmy, en cambio, con las justas se tomó un agua mineral, porque le había dado “soroche”, lo que le ocurría siempre que viajaba a localidades ubicadas a cierta altura sobre el nivel del mar. Cuando íbamos a reemprender el viaje, Roberto se me acercó para proponerme que Jimmy manejara a partir de ese momento, porque lo suyo -lo del “soroche”- era psicológico y, al concentrarse en el manejo, se olvidaría de los efectos de la altura sobre su organismo.


Sin pensarlo mucho accedí porque, aparte de que Jimmy definitivamente tenía más experiencia que yo conduciendo en carretera, ya me había dado el gusto de demostrar a los demás que estaba a la altura de ellos, manejando desde que salimos de Lima hasta Tarma, como también me hizo notar Roberto al hablar conmigo. Le di, pues, la llave del carro a Jimmy, instalándome por mi parte en el asiento posterior del lado del chofer; a mi lado iba Roberto, quien se quedó dormido en el camino y, delante de él, a manera de copiloto Pepe, de quien creo que también se adormeció en ese trayecto. Ni Jimmy, ni yo, lo hicimos.


Ibamos bien, tal vez a velocidad por encima de la recomendable, porque el piso por el que rodábamos era sólo del tipo afirmado y circulábamos entre cerros, pero parecía que todo estaba dentro de lo normal. De pronto, ¡zas!, en una curva demasiado cerrada, el auto “derrapó”: la llanta delantera derecha se mantuvo sobre la pista, a pesar de estar prácticamente al borde de ella; la posterior del mismo lado, en cambio, no llegó a pisar pista en toda la curva y, desde mi asiento, vi cómo caíamos sobre el lado derecho del pequeño automóvil y empezábamos, creo yo, a dar vueltas de campana mientras rodábamos hacia abajo, por una pendiente del cerro, con arbustos que disminuyeron en mucho -después me he dado cuenta- la brusquedad de la caída. De acuerdo a mis cálculos, debemos haber caído unos 40 o 45 metros en un plano inclinado no muy agudo, en el que nos detuvimos de tanto golpearnos con arbustos, probablemente al chocar con uno de ellos.


El carro quedó prácticamente parado sobre su motor -en la parte trasera- y el parabrisas posterior se rompió, saliendo por ese “forado” la cabeza de Roberto, que se hizo un corte en la barbilla, quedó colgado de cabeza y atrapado por el marco del parabrisas roto, por lo que se bañó la cara en sangre y empezó a gritar: -Sáquenme de aquí ….; me muero ….; sáquenme de aquí ….- Pepe, se mostró todo el tiempo adolorido -después, supimos que se había fracturado una vértebra, si no me equivoco de la columna cervical-; no recuerdo haberlo oído siquiera emitir un ¡ay! de dolor.


Ni Jimmy, ni yo, mostrábamos algo exterior que pudiera ser consecuencia de la caída; bueno, en realidad, Jimmy se dio una mordida transversal de lengua que faltó muy poco para que se la cortara, porque mantuvo una línea violácea que le atravesaba la lengua por varios días. Por mi parte, en la caída sentía como que me revolcaba una ola, excepto que yo sabía que no estaba en el mar …; me cubrí instintivamente la cabeza con las manos y dije, para mis adentros -Señor, que sea tu voluntad ….-


Roberto seguía pidiendo, a gritos, que lo sacaran de donde estaba aprisionado, insistiendo al gritar que se moría; Jimmy que, como pudo, salió por la ventana del lado derecho -apoyándose en y por encima de Pepe-, daba vueltas alrededor del auto buscando la forma de sacarlo, diciéndole -ya, Robertito, no te preocupes …., yo te voy a sacar ….; ya, Robertito ….- Yo me di cuenta de que Roberto estaba histérico por lo que, con el propósito de serenarlo, le di un grito: -¡Ya, Roberto, cállate, ya se te va a sacar ….! De repente, Roberto se quedó mudo y, paralelamente, por mi parte me di cuenta de que estábamos casi en el río Marañón, por lo que pensé con temor ¿y, si se ha muerto, ahogado ….? Después, Jimmy encontró la forma de sacar a Roberto, removiendo el espaldar del asiento posterior del carro; por mi parte, no colaboré en absoluto, estaba como pasmado y no atinaba a nada.


Posteriormente, bajó gente a ayudarnos -desde otros vehículos nos habían visto caer- y nos ayudaron a subir; recuerdo que yo sentía pánico de subir, me moría de miedo, a pesar de que me amarraron con sogas. No recuerdo cómo fue que llegamos arriba, pero los cuatro lo hicimos, con las ayudas mencionadas, dejando el carro abajo, parado sobre su parte trasera. La subida del carro, me imagino porque no recuerdo, la coordinó Jimmy y la hicieron con sogas y una grúa por lo que, al jalarlo, el Volkswagen se dio vuelta y chocó -el techo- con un pedrón que pude ver en el escenario de nuestra caída, con lo que se abolló mucho -posteriormente, ya en Lima, supe que mi papá fue a ver el carro adonde se le llevó y derramó lágrimas al imaginar que yo podría haber muerto en su interior, porque nadie sobreviviría a un golpe así, dado lo aplastado que estaba ese techo-.


El carro, a precio de contado, me costó S/ 118,000 de entonces, de los cuales había pagado creo que sólo un primer abono de aproximadamente S/ 5500. Para colmo, no había tomado un seguro vehicular: recuerdo que pocos meses antes me había comprado un buen reloj pulsera, lo estaba pagando por partes y debía terminar de hacerlo precisamente a fines de ese mes de octubre; yo había decidido asegurar el auto a partir del siguiente mes ….


La consecuencia económica -las inmediatas que hubo en nosotros, en líneas generales, ya las he referido- de la caída fue, como era tácito, que entre los cuatro debíamos reponer el vehículo que habíamos inutilizado -lo vendí en S/ 20,000-, por lo que ese monto sólo era una parte menor del costo de poner en mis manos un auto nuevo de similares características. Como parte de la anécdota, debo mencionar que en ese entonces un hermano de Jimmy era vendedor de una firma que comercializaba autos nuevos y usados por lo que, con conocimiento de lo que hacían algunos que no podían pagar el vehículo que habían adquirido, le sugirió que yo declarara que no podía pagar y me abstuviera de hacerlo, pudiendo adquirir otro carro en similares condiciones y, entre los que tuvimos el accidente, sólo tendríamos que reponer lo que hasta la fecha yo había gastado, que era relativamente poco. El otro auto que se comprara, naturalmente, no podía salir a mi nombre, pudiendo hacerlo al de una de mis hermanas, con que lo único de malo que sucedería es que mi nombre quedaría manchado.


Cuando Jimmy me propuso esto, le respondí de una manera que hasta hoy recuerdo como uno de los principios rectores de mi vida: -Jimmy, agradezco tu preocupación y la responsabilidad que demuestras; pero no te sigas preocupando, no tienen ustedes que pagarme nada; yo voy a pagar todas las cuotas que me comprometí a pagar, aunque me quede sin carro por un tiempo más. No voy a seguir esa sugerencia, porque mi nombre quedaría en tela de juicio y, yo, soy mi nombre ….-


Mis tres compañeros de viaje siguieron adelante con el propósito inicial de reponerme un auto nuevo, dejando de lado aquella “sugerencia”. Los cuatro, incluyéndome a mí, felizmente éramos socios de una cooperativa de ahorro y crédito creada años atrás por trabajadores de la compañía para la que brindábamos nuestros servicios profesionales, por lo que nos fue posible gestionar préstamos de S/ 25,000 cada uno que, sumados a lo que obtuve por la venta del auto siniestrado me pude comprar otro Volkswagen en S/ 120,000, al contado -ya habían subido de precio, creo que a S/ 122,500, pero me hicieron un precio especial, porque les estaba comprando dos autos en menos de seis meses, uno de ellos al contado y el otro lo seguía pagando.


Aparte de la anotada en el precio, la única diferencia fue que el Volkswagen que yo me compré era de color celeste y, el de reposición, fue amarillo.



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