El 24 de enero último, la Congregación Hijas de María Auxiliadora creada bajo la inspiración de San Francisco de Sales, celebró un evento importante para ella: que dos de sus integrantes cumplían en esa fecha 60 años al servicio de Dios por intermedio de la Congregación; que otras dos cumplieran 50 años y, por último, que otras dos cumplían 25 años al mismo servicio de Dios. Entre estas últimas, estaba mi sobrina Lucía, hija de la menor de mis hermanas.
Recuerdo cuando, al decidir Lucía que quería ser monja, hacen algo más de 25 años, mi hermana sufrió mucho porque imaginaba, entiendo, que era una forma de perder para siempre a su hija menor. Hoy, después de los 25 años ya transcurridos, la veo muy contenta por los logros de su hija y por la forma en que lleva su vida.
La ceremonia de conmemoración de esos aniversarios tuvo dos partes bien diferenciadas: un almuerzo familiar, en el que las monjas departieron con sus familiares y amigos que las habíamos ido a acompañar en esos momentos de regocijo por tareas cumplidas que ellas mismas o la Congregación les habían impuesto; para luego, pocas horas después, celebrarse una misa por parte del Nuncio Apostólico en el Perú, quien expresó conceptuosos mensajes para felicitar y homenajear a las monjas que cumplían los aniversarios indicados.
Mientras el Nuncio se expresaba tan agradablemente, me puse a recordar cómo mi hermana y su esposo eran reacios, inicialmente, a la vocación de mi sobrina y que eso les ocasionó, en su momento, el sufrimiento propio de los padres que pierden a una hija para siempre. Al verlos en esos instantes, rebosantes de felicidad, no pude menos que emocionarme, por entender que mi sobrina estaba siguiendo lo que fue su vocación, desde siempre; la emoción que me embargó en aquellos momentos, llegó al extremo de llenarme los ojos de lágrimas de felicidad, por mi sobrina y también por mi hermana y cuñado. De pronto, atiné a mirar a otra de mis hermanas, asistente al evento, como yo, que creo ya había derramado algunas lágrimas por motivos similares a los míos: comprendí que el momento que vivíamos era propicio para motivar la emoción que nos embargaba, que no era yo el único que la experimentaba.
De más está decir que, las monjas en general y mi sobrina en particular la pasaron muy bien, parecían escolares que habían suspendido clases para entrar a un recreo de verdadero jolgorio, donde menudeaban las bromas, las canciones y la alegría; todo, de la forma más sencilla que cabe imaginar. Supongo que el hecho de no haber participado nunca antes en un evento de esta naturaleza y que me encontraba allí por ser algo muy especial para mi sobrina, me hizo ver con los mejores ojos todo lo que presencié.
Creo que, al margen de las creencias religiosas que cada uno puede o no tener, asistir a una reunión de esta naturaleza, debe servir siempre para elevar el espíritu y acercarlo al Ser Supremo en el que probablemente todos creemos, unos más en el fondo que otros, pero siempre confiando en que hay un Ser Superior a uno mismo que nos lleva de la mano por el mundo.
De hecho, quiero creer que mi sobrina Lucía está mucho más cerca que yo de alcanzar las bienaventuranzas que ese Ser Supremo, el Dios de los católicos; Alá, para los de religión musulmana; y, todos los nombres que los seres humanos han puesto a nuestro Creador, para que su alma llegue en otra vida a estar cerca de Él y, con su ayuda, podamos sus seres queridos, también, aproximarnos.
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