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Foto del escritorAlfonso Abad Porras

ANECDOTAS FAMILIARES

Cuando empecé a escribir y publicar esta Columna de Opinión, me propuse hacerlo sobre temas de actualidad, dejando de lado, en lo posible, áreas tales como política, religión y alguna otra en la que a los seres humanos nos es muy complicado concordar. Debo reconocer, sin embargo, que me resulta bastante difícil dedicar algunas de ellas a temas humanos y/o a asuntos que normalmente forman parte de mi intimidad personal, aunque a veces lo he hecho a pesar de considerar que estos últimos son temas que pueden ser sólo de mi propio interés, mas no del de mis amables lectores.


Hecho este digamos pedido de disculpa, a continuación les voy a contar algunas vivencias familiares que he tenido, esperando brindarles un motivo de entretenimiento. Lo hago, en una especie de conmemoración de los tres años ininterrumpidos que llevo publicando esta Columna, de la que pretendo dos cosas: aportar, en la medida de mis posibilidades al desarrollo de mi país -creo que todos debemos hacer lo que está a nuestro alcance para el mismo fin- y, que leer mis redacciones se convierta un hábito para algunos de mis amables lectores.


Enseñar algo a mis hermanas menores.

Creo que me tocaba hacer el V año de Secundaria, cuando mis hermanas menores fueron matriculadas en calidad de internas, en el I año de Secundaria del colegio femenino Almirante Miguel Grau, que quedaba en Magdalena del Mar, a la altura, más o menos, de la 32ª. cuadra de la Av. Brasil; nuestro hogar se encontraba en los Barrios Altos (Cercado de Lima). Como es de comprender, dos niñas de 12 y 13 años, que por primera vez iban a movilizarse tan lejos -en aquel entonces, Lima no era tan grande como es ahora, por lo que movilizarse así era como ir de polo a polo- no estaban capacitadas para regresar solas desde el colegio hasta nuestra casa; mi mamá no podía ir a recogerlas por ser ama de casa de una familia de cinco hijos, el sábado al final de sus clases una de la tarde aproximadamente; mi papá tenía que trabajar y, prácticamente, sólo quedaba yo como elección, por ser “el hombre de la casa” (cuando no estaba mi papá, se entiende).


Fui, pues, a recogerlas en su primera salida semanal del internado en el Miguel Grau. Había dispuesto mi padre, que debíamos ir en el tranvía interurbano cuya ruta era la avenida Brasil hasta el Centro de Lima, por el jirón Lampa, donde él nos esperaría en la esquina de esta arteria con el jirón Antonio Miró Quesada para, una vez confirmado que sus “hijitas” estaban bien -esto de “hijitas”, lo entendí a la perfección, sólo cuando fui padre también y, posteriormente, abuelo-, nuestro progenitor nos embarcaría en el servicio urbano del tranvía, que transitaba por el último jirón nombrado con rumbo a los Barrios Altos, para dejarnos a dos cuadras de nuestro hogar.


Cuando estábamos relativamente cerca del punto de encuentro, les pregunté a mis hermanas si ellas podrían decirme dónde bajar del tranvía a lo que me respondieron decididamente que sí; les dije que nos bajaríamos donde ellas me indicaran, aún si yo supiera que estaban equivocadas. Muy seguras de sí mismas, me dijeron que sí ….y se equivocaron, por lo que tuvimos que caminar como tres o cuatro cuadras hasta encontrarnos con nuestro padre. Mi papá nunca me pegó para educarme o corregirme, pero si hubo una vez en que me salvé literalmente por un pelo fue esa, porque el sólo mirarlo me daba miedo ….; pero que a mis hermanas se les grabó en la mente dónde se tenían que bajar del tranvía en lo sucesivo para que las recibiera mi papá, doy fe de que así fue.


Tuteo a mi padre en su centro de trabajo.

Bordearía yo los veinte años cuando, como lo hacía de vez en cuando, fui a visitar a mi padre a su centro de trabajo en un diario capitalino, en el que cumplía la función de linotipista -quien desempeña un cargo así, debe (o debía, porque actualmente desconozco los cambios que se hayan producido al respecto), transcribir los textos de los periodistas en lingotes de plomo, para su posterior impresión integrada en el periódico-, que en el Perú era considerado como obrero, mientras que en otros países americanos se le otorgaba la condición de empleado. Por consiguiente, muchas personas, como es habitual en nuestro país o, por lo menos, aquí en Lima, consideraban a este tipo de técnico o especialista como un asalariado de nivel inferior y lo trataban como a tal, comenzando por utilizar el tuteo, sin que ello implicara una correspondencia en el trato.


Entraba, en el momento de mi narración al Taller, como se denominaba al ambiente en que cumplía sus funciones mi progenitor, cuando alcancé a ver a un hombre joven, con saco y corbata, hablando con él, por lo que me detuve y, para mi disgusto, lo estaba tuteando ….; ¡a mi papá, al hombre que yo más he admirado y hasta hoy admiro, ahora a su recuerdo, en mi vida ….!, ¡un jovenzuelo que se permitía hacerlo sólo por vestir un terno! …. Desandé de inmediato lo caminado y esperé un rato hasta calmarme, no fuera mi papá a darse cuenta de que algo ingrato me pasaba, cuando finalmente lo viera.


Como consecuencia, para toda la vida, de esta experiencia, tengo que decir que nunca he sido capaz de tutear a nadie, no sólo por su aspecto o su edad, aunque fuera notoriamente menor que yo: sin hacer juicios a nadie por proceder de modo opuesto al mío, siempre he sentido que, si quiero ser tratado con respeto, debo hacerlo yo primero; por ese motivo, por ejemplo, no soporto cuando un médico -muy dados a hacerlo- me tutea, con la única autorización que le da -según él- mi condición de ser su paciente en el momento que lo trato.


Beso en la frente a mi mamá.

Mi familia de soltero, fue un hogar en el que reinaba el amor, entre mis padres y de cada uno de ellos hacia sus cinco hijos. Esto era así, porque mi madre era la mujer más tierna y cariñosa que yo haya podido conocer; tenía una expresión de bondad que rarísimamente la he podido apreciar en señoras o damas en general que he tenido oportunidad de conocer a lo largo de mi vida. Sin embargo y no encuentro explicación para que así haya sido, nunca me enseñó a darle un beso en la frente a ella o a mis hermanas, mucho menos a mi padre.


Sucedió, alguna vez, que mi papá “se perdió”: salió del trabajo, no sé a qué hora de la madrugada -así era su horario de trabajo, motivo por el que trabajaba un día sí y el siguiente no- y se fue a tomar licor con los amigos, sus compañeros de trabajo que tenían el mismo turno, me imagino. Al día siguiente, mi mamá estaba hecha “una nube”, no paraba de llorar, en la lógica creencia de que algo debía haberle sucedido a su esposo, el padre de sus hijos, el amor de su vida.


Lo que más nos podía afectar a nosotros, a mí en este caso si sucedía, era ver en ese estado a nuestra madre. Desde nuestro hogar y valiéndonos del teléfono -servicio que muy poca gente poseía entonces-, hicimos todas las averiguaciones posibles, pero el resultado siempre fue infructuoso: de nuestro padre, nadie nos daba razón. En el límite de mi impotencia, me acerqué a mi mamá y le dije, poco más o menos: -no te preocupes mamá, yo te lo voy a traer-; le di un beso en la frente y me fui, sin saber a dónde.


Felizmente lo encontré, en la puerta de su trabajo, bien parado y creo que no se le notaba que se había amanecido. Me dijo -ya voy-; evidentemente no quería que yo lo llevara. En adelante y mientras tuvimos con nosotros a nuestra madre, ya nunca dejé de darle un beso en la frente.

Tomar licor con mi papá.

Mi padre fue un hombre formado “a la antigua”; esto, entre otras cosas, significa que no se sentía cómodo tomando licor, digamos “de igual a igual”, con su hijo. Sucedió que lo invitaron a una fiesta a la que por alguna razón mi mamá no pudo ir con él y decidió llevarme a mí, que para entonces frisaba los veinte y pico de años. La fiesta, era de familiares suyos que yo desconocía por completo, a los que me fue presentando uno por uno -hasta donde sé, a ninguno o a la gran mayoría jamás los volví a ver-; había, un “montón de gente” y, como es típico entre los peruanos, en algún momento se armó una “tomadera” de cerveza en la que se formó una gran ronda entre los varones asistentes, yo incluido y al lado de mi progenitor.


El hecho de estar juntos, daba lugar a que le llegaban la botella y el vaso a mi papá o a mí, según de dónde llegaban, de la izquierda o de la derecha. Si llegaba primero la bebida a mi padre, el jamás me la daba a mí, prefería cruzarla hacia el frente en la ronda que habíamos formado; en el caso contrario, yo siempre brindé con él.


Recuerdo, además, que aproveché la mayor intimidad que había logrado con mi papá para preguntarle, cuando llegamos a nuestro hogar, si habría él tenido otros hijos aparte de nosotros: de forma inmediata me respondió que no, que él siempre había respetado a mi madre por encima de todo.


No queo que te vaya a tabacal.

De acuerdo a las disposiciones laborales vigentes, mi esposa y yo hicimos coincidir nuestros períodos vacacionales, en el mes de agosto del año en que nuestra hijita estaba por cumplir sus tres añitos de edad. Como todo lo bueno, nuestras vacaciones también se acabaron; estábamos alistándonos para retornar a las empresas en que trabajábamos, cuando escucho que mi hija, hecha un mar de lágrimas -recuerdo que, por entonces le puse de sobrenombre “llanto fácil”, porque lloraba exageradamente y en un “dos por tres”-, le decía a su mamá -No queo que te vaya a tabacal, ¡NO QUEO QUE TE VAYA A TABACAL!-.


Como tenía que tomar mi desayuno, a cuya preparación había salido mi esposa de nuestro dormitorio y la había “descubierto” nuestra hija menor con el resultado que acabo de narrar, me vio también a mí y continuó con su cada vez más estruendoso llanto -¡NO QUEO QUE TE VAYA A TABACAL!-, esta vez dirigiéndose a mí; de inmediato, le respondí con lo primero que se me vino a la boca: -Yo, no quiero ir a trabajar, hijita-, a lo que ella me respondió con cara de total incredulidad, siempre llorando: -Y, ¿entonte?-. Yo, ya estaba vestido para salir a trabajar, después de ingerir mi desayuno, es decir con camisa de cuello y corbata, lo que hizo evidente a los ojos de mi hija que le estaba mintiendo: en realidad, no lo hice, porque mi mayor deseo era no ir a trabajar para evitar el llanto de mi hijita, pero ella no podía entender eso.


Un loquito.

Estaba haciendo algunos ejercicios físicos que me han recomendado para contrarrestar los efectos de un par de dolencias en mi organismo y lo hacía frente a un reloj de pared porque el sonido de su segundero me permite ir contabilizando el tiempo que dedico a cada uno, debido a que en algunos de ellos es necesario llevar control de ese tipo, cuando en ese momento hizo su aparición mi nietecita menor de las dos hijas de mi hijo, de tan sólo nueve años de edad. Como me quedó mirando un tanto extrañada, consideré pertinente explicarle el porqué de lo que hacía, diciéndole al final de la breve explicación, algo así como -no vayas a pensar que yo soy …..-. Me interrumpió, para decirme -¿Un loquito?


La vacunación.

Recientemente, un amigo mío puso una foto en su muro de Facebook del momento en que le estaban aplicando su primera dosis de la vacuna Pfizer. Notoriamente, de inmediato sus familiares empezaron a felicitarlo y felicitarse que así hubiera sido, en la misma vía; recuerdo que le hice un comentario que decía algo así como “Te felicito y a tus familiares, porque festejan tu vacunación como si se hubiera salvado toda una población de una enorme amenaza”.


Días después, me tocó a mí ser vacunado y pude notar, por publicaciones similares, esta vez de mis seres queridos, la felicidad que los embargaba al haberse iniciado mi proceso de protección contra el coronavirus: para ellos significa, en una palabra, que todo riesgo de muerte, por ese motivo, queda eliminado de mi futuro inmediato. Recién comprendí a los familiares de mi amigo.




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