Hace poco llegó a mis ojos un chat conteniendo una de esas historias tiernas y conmovedoras, que pueden o no ser reales, pero que mueven las más profundas fibras de nuestro ser. Se refería a un hombre que es motivado por su esposa a que invite a salir a su señora madre, que vivía sola desde la muerte del esposo pocos años antes, a quien sólo le hacía llamadas telefónicas esporádicas y, hasta cierto punto, telegráficas.
La madre, luego de la sorpresa, aceptó salir con el hijo y fueron a cenar a un bonito restaurante; él disfrutó de la reunión y de la conversación con su progenitora, naturalmente, pero quien se sintió verdaderamente feliz por el acontecimiento fue ella y, cuando el hijo la dejó en su domicilio quedaron en volverlo a hacer, pero ella insistió en que le tocaría pagar lo que consumieran. Lamentablemente, no muchos días después de esta cita, la señora sufrió un infarto fulminante y dejó de existir; días después, el restaurante al que habían ido a comer envió al hombre una carta en la que le daba a conocer que tenía una cena pagada, para dos personas, por su señora madre; en agradecimiento, obviamente, a la primera comida que tuvo con el hijo en dicho local.
El mensaje de esta narración evidentemente es que, sin proponérselo, el hijo proporcionó a su madre un aliento de amor antes de expirar que, sin duda, la ayudó a “bien morir”.
Este relato me hizo recordar una experiencia personal que guarda alguna similitud con la narrada, en la que el beneficiado no fue sólo quien recibió la muestra de afecto, sino también quien la brindó, yo.
Estaba mi padre postrado por la enfermedad que acabó con él, fibrosis pulmonar (que, entiendo, es uno de los efectos que ocasiona la pandemia que hoy asola al mundo); como de costumbre, todos los domingos llevaba a mi esposa y mis dos hijos a visitarlos, a él y a mis hermanas (mi madre falleció muchos años antes y él nunca la reemplazó, aunque eso no habría hecho que lo considerara mal), dedicándome yo a pasar prácticamente todo el tiempo de la visita (entre hora y media y dos horas, aproximadamente) a estar al lado de mi padre, conversando de todo un poco.
Uno de esos domingos, sin que lo hubiera pensado previamente, se me ocurrió tomarlo de las manos y decirle: -Papá, tú y yo sabemos que ya falta poco ….; cuando te vayas, quiero que sepas que te queremos mucho, porque has sido un buen esposo y un buen padre-. El, sólo me miró.
Acto seguido, como se me nublaron los ojos de lágrimas y no quería que él me viera derramarlas, salí apurado del dormitorio para encerrarme en el baño. Una de mis hermanas, había adquirido la costumbre de observar sin ser vista a nuestro padre por la rendija de la puerta entreabierta y mi abrupta salida coincidió con una de esas miradas “a escondidas” para ver cómo se encontraba. Después, me llegó a contar que estaba muy intrigada por saber qué le habría yo dicho a él, para que pudiera apreciarle una gran expresión de paz que ya no recordaba en su semblante.
Desde entonces si, por algún motivo, llego a recordar ese episodio, me emociono al hacerlo y me convenzo de que le hice mucho bien a mi padre, sin pretenderlo. Estoy seguro, porque a mí como padre me gustaría un reconocimiento similar de alguno de mis hijos, aunque no lo estoy pidiendo; que sentiría algo así como que cumplí uno de los motivos principales por los que Dios me trajo a este mundo: creo que a todo ser humano le ayudaría a sentirse bien consigo mismo, a las puertas de la muerte, por recibir un reconocimiento semejante.
No me vanaglorio de lo que aquí doy a conocer; al contrario, lo cuento con la humildad y sencillez del hijo que siempre admiró y admira a su padre como el mejor hombre que conoció a lo largo de toda su existencia, con el propósito de ayudar con una especie de consejo a quienes tienen a bien leer mis Columnas de Opinión para que hagan algo similar con sus seres más queridos cuando sea evidente que están por dejarlos. Creo que les hará mucho bien a ambos, no sólo al destinatario, sino también a quien lo dirija. A mí, hasta ahora, me lo hace.
Muchas gracias por la lectura y comentario. Refuerzan mucho lo que he querido decir. Creo que todos debemos practicarlo; aparte de hacer bien a quien o quienes se dirijan, nos hace mucho bien a nosotros mismos, lo digo con la experiencia que he narrado.
Hablar de todo lo bueno que hemos recibido de una persona, no solo es gratificante para quien lo oye, sino para el que derrama sus sentimientos ante el ser querido o a nuestra amistad que estimamos. ¿Cuántas veces, nos hemos olvidado de agradecer? Hay un dicho chino " cuando tomes agua, recuerda la fuente " Tener en cuenta lo que recibimos y decir las gracias, no es suficiente. La paz de un rostro, su sonrisa, su cambio de ánimo son pruebas de que hemos agradecido y nuestras palabras han hecho un cambio en su existencia, sea breve o no. A veces, sucede, que, obsequiamos algo a una persona porque la queremos, y ella no responde inmediatamente. Luego de un tiem…