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Foto del escritorAlfonso Abad Porras

AL RESCATE DE LAS COMUNIDADES FEMENINAS

Hasta donde me es dado conocer, en las comunidades rurales y de la periferia de nuestras zonas urbanas, la mujer es un ser humano de segunda clase, cuyas funciones principales son procrear a los hijos, ayudar al esposo o conviviente en las tareas a cargo del mismo y atenderlos a él y a los hijos producto de su unión marital. No se le considera capaz de hacerse cargo de responsabilidad alguna fuera de lo anotado, siendo su misión obedecer al marido, que es su amo y señor.


Creo que este concepto es demasiado ancestral, machista y equivocado: como ser humano que es, la mujer es capaz de ejecutar tareas y asumir responsabilidades propias de cualquier hombre, en la medida que se lo proponga; pero, también, en la medida que se le permita. Desde mi punto de vista, no solo se le debería permitir, sino además capacitar para desarrollarse en lo que sea su especialidad para aportar a la economía familiar.


Es bien sabido que quien carga con el peso del hogar, especialmente en estas comunidades, son las mujeres de las mismas; sin embargo, se les tiene relegadas principalmente por sus propios cónyuges o convivientes. Probablemente, si ellas tuvieran la posibilidad de conducir el hogar su nivel de desarrollo sería otro, muy superior, porque difícilmente ellas se dedicarían a emborracharse cada vez que recibieran un pago por su trabajo o venta de sus productos, como tienden a hacerlo, por lo general, los hombres de la familia.


Si nos remitimos a su extracción, siendo miembro de una comunidad rural, en ella los hombres se dedican, generalmente, a actividades agrarias, de pesca o mineras. Las mujeres de esas comunidades, por consiguiente, están familiarizadas con el respectivo medio de vida y, mediante una capacitación especialmente orientada a ellas, estarían en condiciones de efectuar actividades asociadas con las de sus parejas de sexo masculino o, desarrollar otras complementarias para cubrir las necesidades de los hijos y del hogar. Más, aún, podrían asociarse para sacar sus propios productos al mercado y obtener utilidades que siempre aplicarían a mejoras para sus hijos y su hogar.


Pero, como esto tiene un costo que está lejos de su alcance, así como que por su propio desconocimiento de esa posibilidad, de ellas no va a partir llevarla a cabo, debería generarse en los gobiernos locales, regionales o nacional, tener como parte de sus políticas la ejecución de tales actividades de capacitación y/o dictar disposiciones que favorezcan la inversión de “capitales ángeles” (mediante, por ejemplo, la eliminación parcial o total de determinados impuestos) para llevarlas a cabo.


A estas actividades de capacitación, se podría agregar la formación de asociaciones entre las mismas mujeres de la comunidad rural para darles cohesión y fuerza de conjunto, para negociar con expectativa la colocación de sus productos. Se les podría (debería) instruir sobre los requerimientos empresariales básicos para que puedan entrar a los mercados con posibilidades de éxito.


Una vez constituidas en Asociación, las comunidades femeninas estarían en capacidad de fijar y negociar los precios de sus productos de manera competitiva, haciéndolo en su calidad de fuerza cohesionada que crece y se mantiene unida para el bien de sus integrantes individuales. Serían, un competidor más en el mercado y, en la medida de la responsabilidad con que asumieran esa posición, podrían convertirse, también, en exportadoras.


En el caso de las mujeres que viven en los “cinturones de miseria urbana”, el panorama es muy similar, por lo que todo proceso de mejora que se intentara llevar a cabo con ellas debería seguir patrones semejantes a los indicados anteriormente, de modo que las mujeres asumieran roles importantes en sus respectivos hogares, para compartir los esfuerzos de sus parejas por sacarlos adelante, en especial a los niños.



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